LA BARRACA
Mi hermano Modesto y yo formábamos parte de una compañía de aficionados que se llamaba La Sociedad Española de Arte en la que mensualmente se hacía una representación. Por aquel entonces mi hermano Modesto, que andaba por la mitad de sus estudios de la carrera de abogado y yo que empezaba los míos de Filosofía y Letras, tuvimos conocimiento de que en la Universidad, Federico García Lorca, estaba haciendo pruebas entre los estudiantes para formar una compañía de teatro para divulgar el teatro clásico español por todos los pueblos de España, aprovechando el tiempo libre de las vacaciones de verano. Allí fuimos los dos a pasar la prueba, yo en el fondo de mi alma con la convicción de que no sería elegido pues la prueba consistía, en la lectura de un texto clásico a viva voz. Mi hermano Modesto esto lo sabía hacer admirablemente, dando todos los matices e inflexiones que se requerían, yo, por el contrario, venía a ser la antítesis del caso; leía más tropezante que fluido y de inflexiones y demás matices, poco lucido. En mi fuero interno yo esperaba el resultado de la prueba convencido del indudable éxito de mi hermano Modesto y de mi eliminación por puntos o KO técnico, lamentando que quizá no podría participar en aquel proyecto que tanta ilusión nos hacía a los dos. Sin embargo, fue sorprendente, porque cuando se publicó la lista de los elegidos los dos hermanos Higueras aparecíamos encabezando la lista.
Federico como dramaturgo y poeta estaba ya por aquel entonces en la cima, pero pocos llegaron a calibrar la excepcional facultad que poseía como director teatral. Quizás intuyó en mí unas cualidades de actor poco corriente, como luego pude demostrar en los ensayos de las obras, al mando de su talento como director de escena.
Los ensayos se iniciaron el 6 de junio de 1932 en la Residencia de Estudiantes. Y por fin llegó el día de la primera salida. Nos reunimos todos al pie del monumento de Emilio Castelar en la Castellana; hay una fotografía de ese día que tiene especial interés, porque en ella aparecen todos los que iniciamos aquella aventura por primera vez. Federico eligió Burgo de Osma para la gran prueba y allí en la plaza del pueblo, al aire libre, el 10 de julio de 1932 tuvo lugar la primera actuación de La Barraca, representamos los entremeses de Cervantes «La guarda cuidadosa» y «La Cueva de Salamanca».
Recuerdo que fue un gran éxito, éxito que se repitió después en la multitud de pueblos que recorrimos a lo largo de las actuaciones de esta compañía teatral sin precedentes, formada por estudiantes y que se desenvolvían en el tablado con el aplomo de profesionales consumados del mejor nivel.
Fernando de los Ríos, por aquel entonces ministro de Instrucción Pública que había patrocinado con el máximo interés la idea de Federico, llegó a modificar en varias ocasiones el itinerario de sus campañas políticas para coincidir con alguna actuación de la Barraca y comentaba, cómo le distraía de sus preocupaciones la representación de los entremeses de Cervantes, hecha por aquellos actores que se movían en escena con la presteza y la mímica que tan bien se ajustaban a la burla y la ironía contenida en aquellas obras. Todos estos matices eran recogidos rápidamente por los espectadores de aquellos pueblos tan apartados, por dónde íbamos representando. En una ocasión, Federico quiso realizar un experimento que fue aún más sorprendente y es que se planteó el representar en un pueblo, no mayor de ochocientos vecinos, primero un entremés de Cervantes y a continuación el auto sacramental «La vida es sueño» de Calderón de la Barca.
Recuerdo que en la placita de aquel pueblo, donde montábamos el tablado, había al fondo unos pequeños soportales y después del pregón, como era costumbre, y a la hora anunciada, empezaron a llegar los vecinos con sus sillas y una vez hecho el orden empezó la representación. Pusimos primero «La guarda cuidadosa», y con la burla del sacristán y las fanfarronadas del soldado la gente se divirtió muchísimo. A continuación comenzó la representación del auto sacramental, con su enorme carga teológica y simbólica, y todos pensamos que se iban a aburrir. Hacia la mitad de la obra comenzó a llover y pensamos que todos se irían a refugiar en los soportales, pero nadie se movió. Se terminó la obra y también la lluvia y el comentario general fue de admiración. Habían ahondado en el significado de tal manera que no hubo nada que explicar.
Yo he pensado muchas veces, el impulso cultural que habría significado para nuestra nación si se hubiese institucionalizado la labor de la divulgación de nuestro acerbo cultural, fomentando la formación de teatros universitarios, como los concibió Federico García Lorca. Aunque también es verdad que a la larga habrían perdido el espíritu que él supo imprimir a la Barraca, porque sobre su buen hacer fue un ejemplo irrepetible, de convivencia ejemplar.
Después de tanto tiempo, recuerdo aún con admiración el comportamiento de aquel grupo de personas, bastante numeroso, en donde no recuerdo el menor resentimiento ni brusquedad de nadie contra nadie. Allí Federico le encomendaba a uno de nosotros el papel protagonista en una obra y en la próxima ocasión ese mismo actor hacía de comparsa en otra. Nadie se molestaba por eso, ni nadie manifestó nunca intención de sobresalir sobre los demás. Era curioso ver como montábamos nosotros mismos el tablado y nadie eludía el esfuerzo ni antes de la representación ni después de ella, una vez que nos quitábamos el maquillaje y los trajes de representar y nos volvíamos a colocar nuestro uniforme, que era un mono azul con la rueda y la carátula en el pecho como insignia. Esta operación la realizábamos siempre al terminar la representación y una vez que el público se retiraba con sus sillas a cuestas, aunque siempre había quien se quedaba a ver el espectáculo de cómo desmontábamos el tablado. Se dejaba todo recogido porque al día siguiente había que salir pronto hacia el próximo pueblo del itinerario establecido.
Había pueblos en que prevenidas las gentes por el anuncio de nuestra llegada, nos esperaban un kilómetro antes y después de los saludos de bienvenida se ponían delante de nosotros y al son de un pasodoble llegábamos hasta el pueblo, que nos esperaba a la entrada con el corre corre y el griterío de los chicos. Generalmente, esta improvisada y alegre banda era muy reducida de instrumentos, un clarinete, una trompeta y un tambor, pero sonaba el pasodoble y ello era de agradecer. Generalmente después de hablar con el alcalde se elegía el lugar en donde habría de levantarse el tablado y se gestionaba el alojamiento, distribuyéndonos entre los vecinos, que se mostraban siempre muy complacidos de tenernos en sus casas.
Muy importante era encontrar el lugar adecuado para vestirnos y maquillarnos por lo que la situación del tablado estaba también bastante condicionada a esta necesidad.
Tema de la mayor importancia era la advertencia que Federico tenía buen cuidado de hacerle al alcalde, sobre el carácter gratuito de la representación, porque no les cabía en la cabeza que tan gran espectáculo fuera de balde. Convencido el alcalde de que aquello era así, por las explicaciones de Federico, mandaba «echar un pregón» en el que se decía la hora en la que empezaría el espectáculo recalcando de manera muy expresiva que no se pasaría el platillo al final del espectáculo ni nada de eso.
Esta ceremonia se repetía con algunas variantes en todos los pueblos por los que íbamos pasando.
Llegó un momento en que La Barraca trascendió por su labor y despertó el interés en los pueblos de gran importancia y en las ciudades por lo que nos vimos actuando ante las catedrales, con el auto sacramental de Calderón y en teatros como en el Coliseum o el María Guerrero de Madrid y siempre con gran éxito.
A lo largo de nuestros viajes nos sucedieron mil peripecias, recuerdo en una ocasión que estábamos montando el tablado en Santiago de Compostela y los chiquillos, que siempre andaban alrededor nuestro curioseando, en aquella ocasión excedidos en su curiosidad, estaban resultando algo molestos. Uno de los conductores del autobús en el que viajábamos toda la compañía, se sintió en la obligación de poner orden, y lo vimos salir corriendo detrás de los chicos que ágiles como ardillas se escabulleron saltando una pequeña tapia que había por allí cerca, él hizo lo mismo pero al momento lo vimos asomar la cabeza completamente pintado de blanco, todos corrimos en su ayuda. Nuestro amigo había caído en una cuba de cal, a toda prisa lo tuvimos que llevar en volandas hasta la pensión donde estábamos alojados para bañarlo y evitar así las quemaduras que pudiera haberle causado el baño de cal que se había dado.
Por suerte todo se quedó en el susto y no pasó la cosa de lo tragicómico del suceso. A este conductor le llamábamos «el rana» por el modo peculiar que tenía de nadar y solía venir en casi todos los viajes con nosotros porque así se le pedía al ministerio que era quien proporcionaba este personal. Tan identificado estaba con nosotros que hasta ayudaba a montar el tablado. El autobús en el que viajábamos lo procuraba asimismo el ministerio.
La camioneta en la que se cargaba el tablado, los decorados y la ropa se carrozó especialmente para la Barraca. Llevaba en los costados en gran tamaño las insignias de la Barraca. Insignia que diseñó Benjamín Palencia, que también pintó los decorados del auto sacramental de «La vida es Sueño» y diseñó los trajes para esta obra. Esta furgoneta que a nosotros nos parecía muy alegre, siempre iba delante y hacía de «clarín anunciador» de nuestra llegada, le llamábamos la bella Aurelia porque la conducía un estudiante que se llamaba Aurelio y la cuidaba como si fuese una hija suya, siempre la tenía limpia y reluciente. Ruiz Castillo solía ir de copiloto en la bella Aurelia.
El recuerdo dominante de aquella época, es para mí la condición excepcional del grupo de personas que allí se reunió. La juventud siempre es generosa pero yo siempre pienso que en aquella ocasión coincidieron además un grupo de gentes limpias de corazón que hicieron posible aquel milagro.
Habría sido muy factible la generalización de este tipo de teatros itinerantes, formados por estudiantes, que alegremente durante las vacaciones, cambiasen las responsabilidades de los estudios por el juego de representar por los pueblos los tesoros de nuestro teatro clásico, sin dejar de estimar en mucho algo tan enriquecedor como era el conocimiento y la estimación de las gentes que pueblan tu país; conocer sus campos, sus costumbres y su sensibilidad, yo al menos contabilicé esta experiencia como la más enriquecedora porque aprendí a saber ser tolerante con la manera de ser de las gentes por diversas que fueran, en su más justa medida.
Fueron cuatro años recorriendo pueblos y ciudades contrastando costumbres y sensibilidades que nos permitió tener una idea bastante real de la idiosincrasia de nuestra España. De actuar en un modesto pueblo de Castilla pasábamos a representar en otro, no muy lejano, en donde el bienestar y la riqueza era su característica. Me refiero en este caso al pueblo de Vinuesa que Machado nombra en su poema La Tierra de Alvaragonzález y dice de él «la ociosa y opulenta villa de indianos». Nos ocurrieron en este pueblo dos anécdotas que tuvieron gracia. Una de ellas, estando yo cerca de un cartel anunciador de la Barraca, se aproxima un matrimonio de bastante edad y le pregunta ella a su marido y ¿ésta rueda qué es? y le contesta él, aquí lo pone, dice Unión Federal de Estudiantes Hispanos y sin más coge a su mujer del brazo y le dice «vámonos que son federales», qué le vendría a la memoria a aquel hombre por la palabra federales. Más tarde, mientras montábamos el tablado, en la medianería de una casa que quedaba detrás, por un ventanuco que había allí, asomaba una viejecita que parecía un muñeco de guiñol porque solo le cabía la cabeza y gritando nos decía ¿qué hacéis? y le explicamos que montábamos un tablado para representar una obra de teatro y que esto lo íbamos haciendo por todos los pueblos y ella muy contenta nos dijo «ay que bien, cuánto me gustaría a mí ir con vosotros por ahí haciendo el tonto». Nos reímos con ganas del entusiasmo de la viejecita.
Fueron tantas las experiencias vividas con la Barraca en su andar por los pueblos de España, publicando la grandeza de nuestro teatro clásico, que sólo la reflexión, al cabo de tantos años, puede calibrar la trascendencia de aquel hecho en toda su dimensión y resulta indiscutible que sin la presencia de Federico García Lorca, tal suceso no habría ocurrido jamás.
Federico tenía en el pensamiento, formar una compañía al estilo de los “Ballets Rusos”, para llevar por el mundo adelante nuestro teatro clásico y las danzas de nuestro país. Supe que él me quería llevar en esa compañía al lado de Vico y otros actores de prestigio confirmando con esa decisión la estima en que tenía mis facultades de actor. Proyecto que se truncó con la llegada de la guerra civil y de su incomprensible asesinato. Pero en todo caso una vida en el teatro ya como profesional, creo yo, no hubiera tenido el carácter que tuvo en la Barraca en donde no existió nunca el forcejeo diario de la competencia. A mí me ha gustado el trabajo íntimo en superación personal, eso sí, pero exento de vanidades, por eso el espíritu de la Barraca era muy afín a mi vocación personal.
Federico García Lorca fue una persona excepcional. Fue una gran pérdida su muerte, innecesaria desde cualquier punto que se quiera mirar todas las muertes son indeseables, pero mucho más las violentas.
Quiero recordar una ocasión en la que estábamos reunidos con Federico en un café que estaba situado en la calle Victoria, e inesperadamente se produjo una alarma a propósito de la acción de unos exaltados que habían decidido prender fuego a una iglesia situada en la calle de la Montera. Federico se puso muy nervioso y decidió que nos fuéramos rápidamente de allí, él odiaba la violencia.
Frecuentemente su ingenio y el don natural de su palabra centraba alrededor suyo la reunión y todos escuchábamos divertidos las innumerables anécdotas que como la de doña Filomena, su maestra cuando era niño, contaba con especial gracia.
Doña Filomena enseñaba a los niños la llegada del arcángel San Gabriel, con el sistema que se usaba por aquel entonces en los pueblos, diciendo todos a la par y con un cierto tonillo musical el tema y en aquella ocasión los niños viciaron lo de San Gabriel por San Grabiel, y Doña Filomena llevando suavemente el compás con la regla sobre el pupitre, inició la letanía diciendo vamos a ver, vino el arcángel San Gabriel y los niños repetían a coro vino el arcángel San Grabiel, y Doña Filomena dando fuerte con la regla en el pupitre cortó y les dijo San Grabiel no, San Gabriel. Vamos a ver, vino…y los niños seguían vino el arcángel San Grabiel; no, San Grabiel no San Gabriel; a ver, vino… y entonces, se levanta una niña y dice: Doña Filomena denos usted un poco de aguardiente que estamos hartos de tanto vino.
Tenía Federico una facilidad natural para armonizar canciones populares que luego cantaba con una voz ronquilla pero muy afinada, acompañándose con el piano. Muchas de esas canciones se las oí a la Argentinita con la que tenía Federico, gran amistad.
También compuso para nosotros, un himno a la Barraca que cantábamos todos y que decía así: La farándula pasa bulliciosa y triunfante… es la misma de antaño la de Lope burlón… trasplantada a este siglo de locura tonante… es el Carro de Tespis con motor de explosión (coletilla) celebraremus qui la notichia tingua confirmachione… Esta jaculatoria en latín macarrónico la decía Federico y también antes de comer sentados a la mesa y todos la escuchábamos con la mayor seriedad. Frecuentemente a continuación se hacía el «Homenaje a Echegaray». Lo anunciaba Federico diciendo ¡Homenaje a Echegaray! y todos enrollábamos las servilletas y las situábamos a la altura de la frente y Federico decía «no llores hija que esta mancha es mancha que limpia» y al punto todos soltábamos el extremo que sosteníamos y las servilletas caían como un telón y quedábamos un momento con las caras tapadas y todo lo hacíamos con la mayor seriedad y sin más comentarios nos poníamos a comer. Las gentes que estaban en el comedor se quedaban perple
jos ante tan curiosa representación.
No recuerdo bien si fue en Salamanca, en donde comiendo en una mesa próxima a la nuestra y con varias personas en su compañía alguien nos mandó una nota que le pasaron a Federico, en ella con unas palabras de saludo, aludía al color azul de nuestros monos color que ellos «amaban y respetaban». Quisimos saber quien era el que mandaba semejante saludo y resultó ser José Antonio Primo de Rivera que estaba de paso por aquel lugar con unos amigos. A Federico no le dio tiempo de reaccionar ante tan imprevisto suceso ya que, José Antonio y sus acompañantes se levantaron y se fueron sin dar tiempo a que Federico respondiese a la misiva.
Muchos libros se han escrito sobre Federico García Lorca con toda clase de datos documentales, fechas de estrenos, éxitos y relación de personas, todas ellas famosas, que se honraron con su amistad. Yo lo recuerdo siempre sin engreimiento ninguno y siendo uno más del grupo, participando de la alegría de todos y manifestando en todo momento su conformidad con las contingencias de unos alojamientos conflictivos que en algunas ocasiones llegaron a ser penosos y nunca se le pudo ver la intención de procurarse un alojamiento preferente ni aún en las capitales de provincias donde llegamos a actuar. Siempre tuvo el tacto de saber ser el jefe, pero un jefe de familia, ya que nunca estableció distancias de jefe de tropa.
Por aquellos años Federico estaba alcanzando las cúspides más altas de su prestigio como poeta y autor teatral y por esta razón en alguna ocasión le fue materialmente imposible acompañarnos en nuestras giras con La Barraca, llevando entonces el mando de la expedición Eduardo Ugarte, su segundo de a bordo, a quien teníamos todos especial afecto por su talante sereno y afectuoso, dotado de una inteligencia poco común. En estas ocasiones Federico ponía en mis manos la dirección teatral del grupo, el siempre decía que yo era el que más facultades tenía de todos para el teatro y así me lo demostraba. Me quiso llevar con la compañía de Margarita Xirgu a México. Mª del Carmen García Lasgoity siempre resaltaba en sus apariciones públicas la fe que Federico tenía puesta en mí como actor.
A finales del año 1935, o mediados de éste el ambiente generalizado en toda la nación cobraba un tinte poco propicio para la misión de la Barraca, misión de paz por excelencia, que unido al éxito profesional y social de Federico, propició el que la Barraca fuese espaciando sus actuaciones de modo que fue perdiendo su continuidad hasta el punto de su casi desaparición. La última actuación que recuerdo fue en una iglesia que estaba situada en la plaza de Chamberí de la que habían desmantelado el altar. Por otra parte, en lo que a mí se refiere, fui llamado a filas para cumplir el servicio militar, ingresando en el regimiento de Ferrocarriles, que tenía sus cuarteles en el pueblo de Leganés. Y ahí terminó mi intervención en la aventura del teatro la Barraca del que no volví a tener noticia alguna.
Al poco tiempo de estar haciendo mi servicio militar se produjo el alzamiento y sin tener nadie noticias de lo que había sucedido, me vi con mis compañeros de armas camino del Alto del León donde participé en la primera batalla que se dio, en serio, en nuestra guerra civil.
Mi recuerdo de la Barraca era y sigue siendo como un remanso de paz en el revuelto cúmulo de situaciones y peripecias que en tantos años me ha deparado mi vivir de cada día, del que no me quejo, porque salí con bien de todo. Y me apena recordar a mis buenos amigos, que formaron conmigo en las filas de la Barraca, muchos de los cuales cayeron en la vorágine de aquella guerra que nunca debió producirse. Precisamente la tarea de la Barraca llevaba la misión del entendimiento y la tolerancia entre las gentes de las distintas regiones de España, y si esta misión se hubiese hecho tradición, perdurando en su práctica, estoy seguro que nuestra guerra civil no se habría producido porque la guerra es hija de la intolerancia y el desconocimiento de unos con otros.
Por esto yo tengo el convencimiento de que Federico García Lorca con la invención de su teatro La Barraca no solo promovió un propósito de divulgación cultural sino que fue el precursor de una forma de entendimiento, comprensión y tolerancia entre las gentes del propio país.
El teatro la Barraca, inició su andadura llevando en su repertorio los entremeses de Cervantes «La guarda cuidadosa, «El retablo de las maravillas», «La cueva de Salamanca» y «Los habladores» y con ellos el auto sacramental «La vida es sueño» de Calderón de la Barca. Andando el tiempo montamos también «Fuenteovejuna» y «el Caballero de Olmedo», de Lope de Vega, «El burlador de Sevilla» de Tirso de Molina, unas églogas de Juan de la Encina y piezas de Lope de Rueda. También se escenificó en alguna ocasión el Poema de Alvargonzález, de Antonio Machado, recitado por Federico, mientras al fondo del escenario, aparecían los personajes a los que iba haciendo alusión el poema, en muda representación. Federico en la escenificación de «La tierra de Alvargonzález» permanecía en un lateral de la boca del escenario y desde allí iba recitando de la manera maestra que él sabía hacer y que nos fue inculcando a todos, por lo que andando el tiempo, todos, el que más y el que menos, sabía recitar con la mayor dignidad. Pero cuando, como actor, más nos sorprendió a todos fue en la interpretación del papel de la sombra del auto sacramental «La vida es sueño» papel que representó en varias ocasiones con un éxito extraordinario.
Con estos recuerdos yo revivo un tiempo que supuso para mí y estoy seguro que para todos cuantos participaron en aquel suceso, una experiencia de vida de las que dejan huella siempre presente, cuando se hace balance del tiempo pasado.
Me gustaría resaltar aquí el amor que sentía Federico por su tierra que era para él su espejo del alma, bajo cualquier pretexto salía a relucir Granada y cuando se sintió inseguro por el ambiente que reinaba en toda la nación allí fue a refugiarse.
En recuerdo suyo solo me queda aplicarle, los versos que él dedicó a Ignacio Sánchez Megías.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura…
Granada, octubre de 1996