ESCRITOS
Presentamos aquí una colección de escritos, en su mayoría autobiográficos, de Jacinto Higueras Cátedra.
Recuerdos de mi vida
Nací en Santisteban del Puerto, un precioso pueblo de la provincia de Jaén, situado en la tierra Noble del Condado, paso de caminos entre el valle del Guadalquivir, la meseta y el levante por donde cruzaba la Vía Augusta y la Cartaginesa, territorio protegido del que da testimonio su castillo, aún en buen estado de conservación, como tantos otros levantados en la región para la defensa del territorio tanto tiempo en disputa en la antigüedad por su valor estratégico.
Mis padres, Jacinto y Juana, que habían nacido en Santisteban del Puerto, sentían un amor entrañable por su pueblo y decidieron que cuantos hijos tuviesen habrían de nacer en Santisteban; y así lo hicieron.
Como mi padre por su trabajo tenia aposentada la familia en Madrid, cuando el nacimiento de un hijo estaba próximo, la familia se trasladaba a Santisteban y mi madre se quedaba al cuidado de mis abuelos maternos, Luis y Pura, que también se hacían cargo de los hijos ya nacidos. Mientras, mi padre, se volvía a su trabajo en Madrid, desde donde acudía en el momento crítico para acompañar a mi madre y estar presente en el acontecimiento del aumento familiar. Una vez nacido el nuevo miembro y bautizado en San Esteban, la familia se volvía otra vez a la capital. Así sucedió en el nacimiento de mi hermano Modesto, de mi hermano Luis y conmigo, el más pequeño de los tres.
En el intento del cuarto hijo mi madre fallece, el 22 de junio de 1919, teniendo yo cinco años y medio, y cuentan que estando yo en casa de mi tía Juana, donde me habían llevado mientras mi madre daba a luz, y sentado a la entrada de su casa, me levanté diciendo “mamá, mamá” y me abrazaba a alguien que nadie veía y cuando me preguntaron a quien abrazaba yo dije “mamá estaba allí pero se ha ido”. Se comprobó que aquel suceso coincidió con el momento del fallecimiento de mi madre. La nostalgia de su cariño ha acompañado mi vida.
Mi padre quedó viudo con tres hijos, y comenzó para él un vía crucis fácil de imaginar.
De regreso a Madrid mi padre contrata a una señora para que mientras él iba a trabajar atendiese a los niños, haciendo de institutriz y ama de llaves. La señora de aspecto muy respetable y con muy buenos informes, tenía un hijo ya mayor que aparecía todos los días a la hora de comer. Mi padre pudo comprobar que la asignación que dedicaba al mantenimiento de la casa, la señora, en su mayor parte, lo invertía en alimentar a su hijo, esmerándose en la condimentación de los menús más variados, mientras a nosotros frecuentemente nos ponía una lata de bonito en medio de la mesa para que nos sirviésemos a nuestro gusto cuanto quisiéramos, y el caso era que esta idea nos parecía muy bien. Por los comentarios que nosotros hacíamos encantados con lo de la lata de bonito y otras cosas, mi padre comprendió que aquella situación era insostenible y pensó en volverse a casar para regularizar una situación familiar. Mi padre volvía a casa por la noche por lo que venir a comer a medio día le resultaba poco conveniente porque el estudio lo tenía en la calle Ferraz y esta casa estaba en la calle Torrijos, la distancia era grande y más teniendo en cuenta que los medios de transporte de entonces eran muy limitados
Tengo un recuerdo entrañable de los veranos que pasábamos en Santisteban del Puerto, alojados en casa de mis abuelos maternos, Luis y Pura, a quien las gentes de su tiempo la llamaban la “niña Pura”, con cerca de ochenta años que en aquellos tiempos podría tener. A ellos les encantaba tenernos en su casa que por cierto era muy grande.
Recuerdo que cuando íbamos a Santisteban y el tren llegaba a Vilches nos esperaba la diligencia que tenía mi abuelo Luis y en la que tirada por cuatro mulas con sus collares de cascabeles recorríamos el camino que nos llevaba a Santisteban parando antes en Las Navas de San Juan, en donde se cambiaba el tiro por otras cuatro mulas de refresco. Que ilusión la llegada a Santisteban dejando atrás la nube de polvo rojizo que levantaba el carruaje al recorrer aquellas carreteras de tierra sin asfaltar, cosa esta desconocida entonces; que algarabía al llegar con los perros que ladraban a las mulas más la chiquillería que corriendo a la par del coche nos saludaban con griterío de bienvenida, allí esperaba Miguelico con un burro preparado para cargar las maletas en él y subirlas a la casa de los abuelos.
Mis abuelos eran los clásicos terratenientes andaluces. Yo recuerdo cuando volvían los muleros del campo al atardecer, una vez terminada la faena de cada día y encerradas en el redil las ovejas, venían a instalar las caballerías en las cuadras donde les daban de comer y acondicionaban su descanso hasta el día siguiente. Venían acompañados por una perra mastín blanca que se llamaba “Leona” y que llevaba alrededor del cuello un collar muy ancho lleno de púas; Miguelico me explicaba que aquel collar le servía de defensa cuando luchaba con los lobos que venían a atacar a las ovejas que Leona custodiaba; porque los lobos cuando luchan se tiran al cuello de su enemigo, y me contaba que Leona era tan valiente que los lobos la temían. Yo la veía venir con aquel andar pausado y sereno y sentía una verdadera admiración por ella.
En aquella época tendría yo unos ocho años y mi abuelo solía salir a revisar las labores del campo montado en una yegua que era la envidia de todos; ocurrió que el señor obispo Guisasola vino al pueblo, con motivo de la confirmación de los chicos que estaban en la edad, y todo el pueblo salió a recibirlo, también mi abuelo que llegó con su yegua de la que se apeó para besar el anillo del señor obispo que fijando la vista en la yegua le dijo a mi abuelo “Que hermoso animal, ¿me dejaría usted dar una vuelta con él?”, mi abuelo entre sorprendido y alagado dijo que sí y el señor obispo se remangó la sotana y en un santiamén se subió al animal sin darle apenas tiempo a mi abuelo de recomendarle que no le apretase mucho porque la yegua se encontraba en estado interesante. Salió el señor obispo como un rayo y bien afianzado en los estribos se perdió en una nube de polvo rojizo que es el que tiene aquellas tierras. Párrocos, monaguillos, autoridades y cuantos paisanos habían acudido a la recepción del señor obispo se quedaron perplejos esperando su vuelta que tardó bastante en producirse y cuando llegó venia la yegua echando espuma por la boca dando con ello a entender que había sido sometida a un esfuerzo grande que mi abuelo le advirtió no hiciese por estar en estado interesante. Al desmontar el señor obispo se sacudió el polvo de la sotana y dirigiéndose a mi abuelo lo felicitó porque tenía una yegua excepcional, y pasó a la iglesia a celebrar la ceremonia de la confirmación. El párroco había comentado con el señor obispo, como anécdota, que había un chico en edad de confirmarse, el Granaino, que le llamaban en el pueblo, que era el más travieso del pueblo y se resistía a ser confirmado porque decía que a él no le pegaba nadie y que había conseguido, al final, convencerlo explicándole que el toque de la mano en la cara tenía un significado simbólico pero no tenía nada que ver con una bofetada, y le indicó que el chico era el que estaba colocado el último de la fila de todos ellos. El señor obispo, de temperamento fuerte, como ya se había visto con el incidente de la yegua de mi abuelo, fue confirmando a los muchachos puestos en fila con la ceremonia de rigor, tocando la cara de cada muchacho al tiempo que pronunciaba la jaculatoria correspondiente y al llegar al Granaino, el señor obispo le largó una bofetada que a punto estuvo de dar con él en el suelo.
Granaino, recuperando el equilibrio, se enfrentó al señor obispo y le gritó “¡Hijoeputa!”, saliendo corriendo de la iglesia, y terminó la ceremonia en medio de un gran tumulto. La yegua de mi abuelo mal parió, con lo que aquel año la ceremonia de la confirmación hizo historia. Siempre pasábamos los veranos en Santisteban y formábamos parte de las pandillas de los chicos del pueblo, en donde para pertenecer a ellas era preciso pasar por la prueba de valor reconocido que consistía en lanzarse en cuclillas con una tabla bajo los pies a manera de un trineo por las cuestas del Porrosillo que tenían una pendiente temible. Granaino también formaba parte del grupo pero en las travesuras que le dieron fama actuaba por libre.
A nosotros nos llamaban “los madrileños” por aquello de que durante el invierno vivíamos en Madrid. Siempre, las gentes del pueblo, tenían la propensión a ponerle apodos a los vecinos, que se caracterizaban por una manera de ser o defecto físico, por ejemplo, a un individuo que tenía una bizquera muy acentuada le llamaban “ojos al hombro” y a otro que le bailaba un poco el pie al apoyarlo en el suelo “engaña losetas”, alguien, sin querer, pisó a la cría de una gallina y le pusieron “arrenga pollos” y así infinidad de motes con los que se conocía incluso a los familiares mejor que con sus apellidos verdaderos.
Y llegó el día. Hacía tiempo que se venía hablando de celebrar un partido de fútbol entre Santisteban y las Navas. De siempre había entre los dos pueblos un afán comparativo sobre quién tenía mejor formación cultural, conocimientos, riqueza territorial y práctica de los deportes, entre otras cosas como las mejores gallinas ponedoras. Y he dicho que llegó el día porque los naveros habían construido un campo de fútbol sui géneris forzados por la orografía de aquel territorio conformado por una serie de cerros y desniveles que hacían imposible encontrar un espacio llano donde construir un campo de fútbol como Dios manda.
Ellos habían elegido un cerro algo menos pendiente que los demás pero que les había obligado a situar una portería en un nivel más alto que la portería contraria. Esta característica del campo le daba una emoción especial al momento de echar la moneda al aire para elegir portería, pues esto suponía una ventaja inicial muy estimable. Reunidos los dos equipos alrededor del árbitro, que era de oficio pastor y entendía mucho de fútbol, y los capitanes de cada equipo eligieron la cara de la moneda que Evelio, que así se llamaba el árbitro, lanzó al aire en medio de un silencio total de todos los espectadores que rodeaban el campo, de los cuales el noventa y nueve por ciento eran naveros, cayo la moneda y Evelio la cogió del suelo y señaló a mi hermano Modesto, que era el capitán de nuestro equipo, para que eligiese campo. Entre el público se produjo un rumor que no presagiaba nada bueno. Como era lógico mi hermano eligió la parte alta y colocó su equipo, lo mismo hicieron los naveros colocando el suyo en la parte baja, y todos atentos al silbato de Evelio que al fin sonó, entonces mi hermano Modesto que tenía un temperamento bastante fuerte le dio un puntapié al balón que salió disparado y que ayudado por la pendiente del campo nadie pudo detener, el portero ni lo vio atravesar la portería, con lo que el partido se situó nada más empezar en el 1-0 que pasó a la historia porque el público se arremolinó en el campo gritando “¡Trampa!” y su actitud determinó a nuestro representante a dar la orden de retirada y todos, obedeciendo, salimos corriendo cuesta abajo hasta la carretera donde en previsión ya estaba la camioneta que nos había traído acompañada por la pareja de la guardia civil. Subimos todos en la camioneta y salimos disparados hacia Santisteban, mientras la guardia civil bregaba con la gente que seguía gritando “¡Trampa, trampa!”.
Mi hermano Modesto había formado un grupo que llamó “Los exploradores” y que estaba compuesto por unos quince o veinte chicos que al atardecer volvían al pueblo y entraban en él en formación militar, lo que a la gente divertía, aplaudiendo el desfile tan disciplinado que mejoró mucho cuando nuestro padres nos compraron un tambor de hojalata que nos sonaba muy bien, mejorando con su sonido el ritmo de la marcha. Una de las exploraciones que más nos atraía era la que hacíamos en unos túneles que había en el castillo.
Había dos y eran tan largos que no conseguimos llegar al final de ninguno de ellos, además en el trayecto se veían derrumbamientos que casi cerraban el paso y esto nos llegó a producir cierto temor. Sacamos la conclusión de que los antiguos moradores del castillo habían hecho aquellos túneles tan largos para asegurarse la huida en el caso de que el castillo fuese asaltado por los enemigos.
Mi padre solía asistir a las reuniones que frecuentemente se realizaban en casa del pintor Cristóbal Ruiz, en Madrid, y en una de esas reuniones tuvo la oportunidad de conocer a una violinista recién llegada de París, en donde había cosechado grandes éxitos. Se trataron y congeniaron en la manera de entender la vida, con el aliciente, por parte de mi padre, de la profesión de ella como violinista, siendo como era un apasionado por la música; yo recuerdo que el compositor que más le agradaba era Bach. Se trataron con frecuencia, y seguros de que sus caracteres eran coincidentes determinaron casarse.
A Lola Domínguez Paladín, que así se llamaba la futura esposa de mi padre, le conmovían aquellos hijos en manos de aquella ama de llaves desaprensiva y aquél hombre imposibilitado de atender a sus hijos y a su trabajo a la vez. Acordaron despedir al ama de llaves y poner internos en un colegio a los dos hijos mayores, al tiempo que Lola se llevaría a vivir con ella al más pequeño, o sea a mí, a la pensión en que vivía en la calle Goya 14, donde compartía un dormitorio unido a un saloncito con una amiga suya que se llamaba Concha Martín. Aquella pensión estaba regida por una señora venida a menos que se ayudaba con el alquiler de aquellas dos habitaciones y que era de una manera de ser muy estricta y nada flexible y no vio con buenos ojos la llegada de aquel niño, que bien pudo pensar que fuese el fruto inconfesable del amor de alguna de las dos.
Para Lola y Concha, que tenían que atender a su trabajo diario, la mayor preocupación fue tener que dejar al niño solo en las habitaciones toda la mañana y que siendo tan pequeño no hiciese algún desavío que enfadase a la señora de la pensión. Pacientemente me asesoraron insistiendo mucho en la importancia que tenía el que no hiciese ruido ni saliese de la habitación y que me entretuviese jugando con unos soldaditos de plomo y dos carritos que me habían comprado hasta que llegase mamá Lola que volvía a la hora de comer. Preocupadas por el resultado de aquellos consejos se fueron a su trabajo. Pasaron las horas de aquella mañana y ya próxima la hora de la comida, la señora de la pensión extrañada de tanto silencio y temiendo que al niño le hubiese pasado algo, abrió sigilosamente la puerta y vio al niño moviendo los soldados en los carritos de un lado para otro y hablando entre dientes con ellos.
Cuando volvió Lola, la señora se deshizo en elogios de aquel niño prudente, lo que la tranquilizó tanto a ella como a Concha cuando volvió a casa al anochecer.
Muy cerca unos portales más arriba había un colegio de monjas Teresianas y en él empecé a conocer las primeras letras y en él fui condecorado en un fin de curso al recitar aquello que dice “Cuando veo sobre mi volar el milano altivo. Yo que soy una avecilla desconsolada y sin nido….”, que me había enseñado a recitar la profesora de mi clase, lo hice con una mímica imitando el volar del milano y el temor de la avecilla desconsolada y sin nido que causó la admiración de los asistentes y las monjas deprisa y corriendo con unas cintas hicieron una escarapela que colocaron en mi pecho como premio a tan extraordinaria actuación.
Mis hermanos Modesto y Luis que estaban internos en el Colegio de los Sagrados Corazones, los días de fiesta los pasaban en casa y recuerdo que los veía venir con una mezcla de alegría y temor porque llegaban eufóricos de verse libres de la disciplina del colegio y tanta euforia repercutía en la integridad de mis juguetes, que yo guardaba bajo la falda de la máquina de coser, organizando grandes batallas con mis soldados y mis carritos de los que algunos perdían la cabeza y los carritos las ruedas.
Y llegó el momento de la boda que se celebró en la Iglesia de la Concepción, situada en la calle Goya, con toda solemnidad y con la asistencia de las más destacadas personalidades del mundo de la música y de las artes plásticas.
El último recuerdo que me quedó de los años vividos en la calle Goya, lo tengo fotografiado; elegantemente vestido tocando el violín con una colocación perfecta, y en eso quedó todo y en algunas escalas que hice con poca fortuna.
Mi padre y mis hermanos después de la boda se vinieron a vivir a Goya, 14, donde la dueña del piso donde yo vivía con mamá Lola y Concha les alquiló el piso entero para que pudiera vivir toda la familia incluida Concha que se quedó a vivir con nosotros. En esta casa nace el 2 de abril de 1923 mi hermano Augusto.
En 1924 nos trasladamos a vivir a Lista, 75, donde mi padre había encontrado un estudio muy bien preparado para su trabajo de escultor, situado en la parte alta del piso que tenía dos plantas. El estudio que tenia luz cenital además tenía un gran ventanal que daba a una terraza muy amplia. En este estudio fue donde mi padre modeló y talló el Cristo de la Buena Muerte que actualmente se encuentra en la Catedral de Jaén, y le sucedió un hecho sorprendente con el gitano que le servía de modelo, mi padre había construido una especie de cruz en donde el gitano apoyaba los brazos, postura esta que al cabo de cierto tiempo causaba un cansancio lógico, el gitano pedía descansar y mi padre embebido en el estudio anatómico del modelo le pedía que aguantase un poco más y el gitano insistía “Don Jacinto, que no puedo más”. Había comentado el gitano con mi padre que había jugado a la lotería y mi padre porque aguantase un poco más le dijo “Pídele al Cristo que te toque la lotería”; y el Cristo hizo el milagro, le tocó la lotería al gitano y por lo visto bastante dinero, con lo que mi padre se quedó sin modelo porque el gitano desapareció. Pasados unos cuantos meses volvió a aparecer el gitano dispuesto a servir de modelo lo que hiciese falta. Contó a mi padre que su caso se había comentado en los periódicos y ello dio la ocasión de que se presentasen en su casa parientes de todas las partes de España para felicitarlo y celebrarlo al tiempo que le solicitaban ayudas económicas. Todo esto fue la causa de que el milagro del Cristo durase tan poco.
En esta casa le dimos trabajo al ángel de la guarda. Nos habían comprado un coche de pedales y alternativamente nos montábamos por turnos los hermanos y cada cual elegía al que había de empujar obedeciendo la orden del conductor en cuanto aceleración y frenada de la marcha. La competición consistía en ver quién daba tres vueltas al circuito en el menor tiempo, y en la aceleración y el frenado estaba el riesgo del juego que en ocasiones el que empujaba no interpretaba bien las órdenes del conductor y el que empujaba, y el conductor con el coche encima salían rulando de mala manera. También jugábamos al fútbol con una pelota que yo realizaba con tiras de periódico y el mayor inconveniente que tenía este juego era el que en el ardor del partido los jugadores no medíamos bien el impulso que le dábamos a la pelota y ésta saltaba el muro de la azotea e iba a caer en un patio ajardinado de un chalet situado al lado de nuestra casa cuyos dueños decidieron no devolvernos más la pelota que con tanta frecuencia caía en su patio, ganándose por nuestra parte la mayor antipatía y especialmente por la mía que tenía que fabricar otra pelota cada vez que ocurría el desavío de que saltase el muro.
Recuerdo una ocasión en la que la pelota saltó el muro y pudimos observar que se había quedado pegada al muro de nuestra casa y pensamos rescatarla de algún modo. Yo considerado el ingeniero del grupo, pensé la manera, y cogiendo un poco de barro del estudio de mi padre y un ovillo de bramante, hice como una pequeña pirámide con la base algo cóncava enterrando en la parte alta el bramante bien sujeto y con el sindeticón impregné bien la parte cóncava que había de acoplarse bien al perímetro de la pelota y comenzamos la operación del rescate con la mayor expectación imaginable; primero nos aseguramos de que nadie de la casa vecina anduviese trajinando por el patio ajardinado, y una vez seguros de ello comencé a bajar la pirámide de barro para conseguir colocarla encima de la pelota hasta que mis hermanos calcularon que el sindeticón ya había fraguado y decidimos atirantar el bramante y comprobar si la pelota había hecho cuerpo con el invento, y así fue; con la mayor emoción fuimos subiendo la pelota hasta que la tuvimos otra vez en nuestra manos.
El éxito de la recuperación de la pelota me valió el encargo que me hizo mi hermano Luis de “La Felipa”, un quiosco de refrescos de naranja y de limón cuyos clientes éramos mi hermano Modesto y yo, que por cinco céntimos teníamos derecho a un vaso de una de las dos variedades, quedando establecido que los vasos no eran del tamaño mayor sino mediano, que previamente había elegido mi hermano Luis. Yo en pago a la realización del quiosco durante un tiempo, tuve derecho por el mismo dinero de cinco céntimos a tomarme dos vasos y así fue hasta que mi hermano Luis calculó que ya había pagado la realización del quiosco que a primera vista resultaba de lo más curiosos de ver porque reproducía en un tamaño reducido
los que se veían por las calles, tenía incluso un toldo que se extendía y se recogía dándole a una manivela, en el interior, donde él cabía sobresaliendo algo más de medio cuerpo por encima del techo, tenía una serie de estanterías que le permitían almacenar las botellas con los refrescos los dos vasos y un cubo con agua para enjuagarlos.
Por aquellos tiempos la circulación en las calles era muy escasa y los padres nos dejaban bajar a la calle a jugar con los amigos y había dos o tres grupos que establecían competiciones que algunas veces terminaban en trifulca. Recuerdo que había un grupo comandado por un tal Petraña que tenía al resto de las pandillas algo acobardadas y un día sucedió que estando nosotros con nuestros amigos jugando al fútbol, el tal Petraña nos cogió la pelota y le dio una patada que la mandó al quinto pino y se nos quedó mirando muy sonriente. Mi hermano Modesto, sin pensarlo, se fue hacia él y le largó un puñetazo que lo tiró de espaldas y una vez en el suelo le siguió pegando hasta que el Petraña se pudo escabullir y salir corriendo hasta su casa, que era la lechería de la esquina cuyo propietario era el conocido picador Farnesio.
Cayó el mito del Petraña, cuya fanfarronería la apoyaba el que era algo mayor que todos nosotros, y en su lugar quedó mi hermano Modesto, aunque con mucha más simpatía por parte de toda la chiquillería del barrio.
Viviendo todavía en la calle de Lista, el 24 de octubre de 1925 nació otro nuevo miembro de la familia, mi hermano Andrés. Pasando el tiempo, empezamos los estudios y recuerdo que durante unos años fuimos al colegio de los Marianistas, situado en la calle Castelló, recuerdo que me sorprendía el que los profesores fuesen uniformados, vestidos con levitas. Por dificultades del transporte diario seguimos los estudios en el Colegio Calasancio.
Para mí, los estudios eran algo así como una batalla campal, luchando siempre con mi memoria, que no solo era pequeña sino que además me era infiel. Me ponía a estudiar y me leía la página con la materia que tenía que aprender y en un punto de terminado una palabra me sugería una idea en la que quedaba enganchada mi atención, y allí me quedaba divagando, siguiendo la lectura hasta el final sin enterarme de lo que había leído, a partir de la palabra que me robó la atención. Nunca me suspendieron pero a fin de curso siempre tenía la sensación de haber salido de milagro.
En el Calasancio, las aulas estaban amuebladas con bancos corridos y según los méritos de cada día se ganaban o perdían puestos, yo nunca conseguí mantenerme en los puestos más avanzados y tan solo en filosofía y ética me mantuve durante cuatro días en el primer puesto, y la euforia de semejante hazaña, que me duró varios días, motivó la anécdota de lo del padre Silvino y su puntero: estaba yo revoltoso y algo burlón y hasta llegué a imitar al padre Silvino que se percató de la gracia y se vino hacia mi con el puntero, dispuesto a darme un castigo “corporal”, que dado su carácter impulsivo y azuzado por la indignación de mi falta de respeto descargó el puntero en mi cabeza, golpe que yo eludí agachándome rápidamente, dando el puntero en el respaldo del banco. Salió el puntero hecho pedazos y el padre Silvino pensó que se había excedido en el castigo.
Durante unos años la familia vivió en Madrid en la calle de Lista, 75, hasta que, con la venta de unas olivas en Santisteban, se invirtió el dinero en una casa de cuatro pisos en la calle Cartagena, 4, a cuyo piso bajo trasladó mi padre su estudio, instalándose la familia en un chalet en la calle Francisco Navacerrada, donde nació el 3 de agosto de 1930 mi hermana pequeña, Mari Lola. En este chalet vivimos unos años hasta mudarnos a la calle Alberto Aguilera, 58, al ser nombrado mi padre Conservador del Palacio Real.
Formando un equipo de seis hermanos que hemos estado unidos siempre por un sentimiento fraternal nada común. El fallecimiento de nuestro hermano Andrés, el 9 de junio de 1935, a la edad de nueve años, niño de extraordinaria personalidad y gran músico, habiendo dado pruebas de poseer un talento poco común, interpretando al piano obras de gran dificultad, marcó con tristes recuerdos esta etapa de mi juventud.
Seis hijos en total, seis hijos que alimentar y educar y todo lo hicieron con naturalidad e inteligencia, y ningún hijo pudo notar preferencia alguna en el trato o el afecto al haber hijos de distinta madre. Esta fraternidad duró hasta que los que fueron dejando este mundo se separaron de nosotros. Hoy quedamos Mari Lola y yo reviviéndolos en el recuerdo. Se me representan frecuentemente en la imagen del tren que se aleja con ellos, los que fueron compañeros tuyos en el vivir de cada día y uno se queda con el adiós en la mano sin acabar de comprender.
El piso de Alberto Aguilera, hacía esquina con Guzmán el Bueno, y mi hermano Luis que tenía muy buena mano para enamorar a las chicas, se daba el caso de que aquel piso al hacer esquina, desde una de las ventanas que daba a Alberto Aguilera, por señas, bromeaba con una chica monísima que se asomaba al balcón de un piso de enfrente y a continuación, salía corriendo y desde la ventana que daba a la otra calle se hacía señas con otra chica también muy guapa: este éxito con la chicas a mi primo Jacinto y a mi nos tenia intrigados y le preguntamos qué les decía para conseguir que le hiciesen caso y nos dijo que les decía “guapa, preciosa”. Mi primo Jacinto y yo quisimos comprobar la eficacia de la palabra mágica y un día que íbamos paseando por el bulevar, que entonces había en el centro de la calle, vimos venir una muchacha bastante guapa, de andares desenvueltos, que se cruzo con nosotros sin mirarnos, nos pusimos detrás de ella y le dijimos las palabras mágicas “guapa, preciosa” y ella sin cambiar el paso nos dijo “ay, sí?” Nos desconcertó la respuesta pero volvimos a intentarlo y volvimos a decir “guapa, preciosa” y ella sin inmutarse nos contestó “ay, no?” sin cambiar el paso. Ya algo desconcertados repetimos la suerte un par de veces con el mismo resultado y la dejamos ir.
Terminados los estudios del bachillerato pasé a la Universidad, que aun se encontraba situada en la calle de San Bernardo. Por aquellos tiempos había un movimiento político que pretendía la implantación de la república y los estudiantes éramos los que promovíamos las algaradas callejeras cuando se recibía la consigna que nosotros realizábamos encantados de no ir a clase.
Recuerdo que teníamos una técnica que no fallaba para sacar los tranvías de la vía e interrumpir el tráfico: nos situábamos cuatro en la plataforma de delante y otros cuatro en la plataforma de atrás y a una señal empezábamos a saltar alternativamente con lo que el tranvía se empezaba a columpiar hasta salir del carril. Los tranvías de entonces llevaban las ruedas muy reunidas hacia el centro del vehículo por lo que saltando alternativamente en las plataformas podía producirse el efecto columpio quedando el tranvía atravesado en la calle con el consiguiente entorpecimiento de la circulación. Y llegaban los “guindillas”, nombre que se le daba a los guardias, repartiendo leña con los sables, porque en aquella época no se usaban porras y aunque tenían orden de dar de plano, en el ardor de la batalla alguna vez el sable caía de canto y hacía más daño; los sables no estaba afilados, tenían el mismo grueso por un perfil que por el otro, no estaban pensados para la guerra eran solo un símbolo de autoridad, pero los “guindillas” aunque diesen de plano causaban moraduras que eran el trofeo de nuestra rebeldía política. Recuerdo que un día llegó a casa mi hermano Modesto con el cuerpo lleno de moratones, y es que los “guindillas” los habían bloqueado a él y a otros cuantos estudiantes en la calle Marques de Cubas, tapándoles las salidas y hasta que pudieron escapar los “guindillas” los apalearon a placer. Mi padre nos aconsejaba que no nos dejáramos manejar por los políticos, que entre bastidores eran quienes organizaban estas revueltas aprovechando la manera que tenía la juventud de entender, limpias y claras las palabras libertad y justicia, tan condicionadas en la vida real, pero nosotros como todos los hijos pensábamos que los padres estaban anticuados y así seguirán pensando los hijos de los padres por los siglos de los siglos.
La facultad de Filosofía y Letras, por aquella época, se trasladó de la calle San Bernardo a lo que mas tarde se llamó la Ciudad Universitaria, siendo esta facultad la primera que se edificó en este lugar.
La afición al teatro nos llevó a mi hermano Modesto y a mí, en ocasiones también a mi hermano Luis, a formar parte en 1930 de La Sociedad Española de Arte, formada por un grupo de actores aficionados donde actuamos, a lo largo de dos temporadas, en una serie de representaciones de Pedro Muñoz Seca, los hermanos Álvarez Quintero o Benavente, entre otros, en el Teatro de La Comedia de Madrid, con el fin de recaudar fondos para mantener un ropero para gentes necesitadas.
También en 1935 actuamos mi hermano Modesto y yo junto a nuestro padre en el Club Teatral Anfistora, creado por Pura Ucelay, Club que apoyaba y dirigía en ocasiones Federico García Lorca, en una función de gala en honor de Lope de Vega en el cine Capitól de Madrid, yo interpretando a Belardo, Modesto al Pintor y mi padre, bajo el seudónimo de Alejandro Fuentes, a Bartolo y Blas, en “Peribañez y el Comendador de Ocaña”. En este club también actuó mamá Lola y mis hermanos Luis, Augusto y Andrés, formando parte del reparto en la inauguración de Club, en 1933, en dos obras de Federico García Lorca, dirigidas por él, “La zapatera prodigiosa” y el estreno de “El amor de don Perlimplin y Melisa en su jardín”. En junio de este año nos fuimos mamá Lola y yo a París a doblar una de las primeras películas, si no la primera, que se dobló en español, “Cabalgata”, “Cavalcade” en ingles, dirigida por Frank Lloyd y que ese mismo año cosechó 3 Oscar: mejor película, mejor director y mejor decorado.
Mamá Lola también doblaba a uno de los personajes femeninos y a pesar del trabajo difícil y pesado del doblaje guardo un buen recuerdo de esa estancia en París.
En 1935 hice mi primera incursión como actor en el mundo del cine interpretando a “Saluqui” en la película “Don Quintin el amargao”, con Luis Marquina como director y Luis Buñuel como productor ejecutivo y supervisor. También en este año se rodó “La señorita de Trevélez” donde interpretaba a “Manchón” bajo la dirección de Edgar Neville. La tercera película, “Consultaré a Mister Brown”, la rodaría en 1946, con Pio Ballesteros como director y mi hermano Modesto como ayudante de dirección.
Fue a comienzos de 1932, cuando nos enteramos de que Federico García Lorca estaba probando en la Universidad a estudiantes para formar una compañía teatral con la que recorrer los pueblos de España durante las vacaciones, representando nuestro teatro clásico: fuimos a pasar las pruebas, yo con ilusión y pocas esperanzas de pasarlas porque consistían en leer a primera vista y darle expresión al texto; a mí se me daba mal esta operación en cambio a mi hermano Modesto se le daba que mejor imposible, y así resultó en la prueba por lo que estaba seguro que mi hermano Modesto sería elegido y yo no. Cual sería mi asombro cuando se publicaron las listas de los admitidos y encabezándola venían los dos hermanos Higueras; Modesto y Jacinto. Fue grande mi alegría porque en esta afición al teatro mi hermano Modesto y yo siempre habíamos ido juntos. Es muy posible que Federico dejando a un lado mi poca afortunada manera de leer observase en mí una fuerza expresiva poco común, y así vino a resultar cuando empezaron los ensayos.
Tengo un recuerdo entrañable de las primeras actuaciones de La Barraca por los pueblos mas humildes del país, en donde en alguno de ellos no vivían más de veinte o treinta familias. Habitualmente el tablado desmontable sobre el que representábamos lo montábamos en las afueras del pueblo y una de las operaciones que tenía que realizar
Federico era la de hablar con el alcalde y convencerle de que allí no se iba a cobrar nada a nadie porque todo aquel aparato estaba subvencionado por el gobierno de la Nación para divulgar nuestro teatro clásico entre los pueblos más apartados. Convencido el señor alcalde, mandaba echar un pregón en el que se insistía en el carácter gratuito del espectáculo, anunciando al mismo tiempo la hora en la que comenzaría la representación. Y era curioso ver, cuando se aproximaba la hora anunciada, como iban llegando las familias con sus sillas a cuestas y se iban situando en distintos corros delante del escenario. Y comenzaba la representación, siendo el verdadero espectáculo ver al público tan metidos en la peripecia de la obra, que en algunas ocasiones intervenían en los diálogos con los actores. Captaban inmediatamente la ironía y la burla que Cervantes ponía en sus entremeses, y así sucedió en todos los pueblos en los que íbamos representando y Federico animado por esta experiencia quiso comprobar hasta que punto aquellas personas sin una preparación cultural suficiente como para estar posibilitados para comprender el sentido simbólico de las palabras y el juego escénico del auto Sacramental “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca, decidió representar esta obra en un pueblo que tenía una plaza pequeña con unos soportales de dos arcos. Y empezó la representación con la consabida procesión de familias acarreando sus sillas para situarse delante del escenario. Benjamín Palencia había diseñado los figurines y decorados que resultaban sorprendentes, muy entonados con las palabras de la obra. Representamos en medio de un silencio absoluto y para certificar el interés que había despertado en todos ellos lo que sucedía en el escenario, empezó a llover ligeramente pero nadie se movió de su asiento y una vez terminada la representación, comentando con ellos, comprobamos con que justeza habían interpretado toda la simbología de la obra.
Tenía Federico una rara facultad para dirigir la escena y enseñar a las personas a moverse en ella, y sobre todo a la manera de decir el verso, alcanzando aquellos chicos que no teníamos la menor formación teatral un nivel que profesionales de cualificada categoría no alcanzaban.
Fernando de los Ríos, como ministro, había patrocinado la creación del teatro La Barraca, y durante sus campañas políticas, si la zona por donde tenía que actuar estaba próxima a algún pueblo en donde íbamos a representar, se escapaba para asistir al espectáculo porque decía que vernos actuar le distraía de sus preocupaciones, sobre todo viendo actuar a uno de los actores que le recordaba a uno que en su juventud era muy famoso, que se llamaba Tallabi. Federico, en una ocasión en que comentaba el interés del ministro en vernos actuar, me dijo que quien le recordaba al famoso actor de sus tiempos de juventud era yo.
Federico estimaba mucho mi facultad de actor, hasta el punto de proponerme que formarse parte entre los actores de una compañía que tenía proyectada para, al modo de los “Ballets Rusos”, recorrer el mundo dando a conocer nuestro teatro clásico y las danzas regionales de España. Este proyecto como tantos otros se vinieron abajo arrasándolo todo la guerra civil.
Corrió la voz de la excelente calidad de las representaciones de aquel teatro formado por estudiantes que había formado García Lorca, y empezó a ser requerido por ciudades más importantes, llegando, incluso, a representar en Madrid causando siempre la misma admiración.
Federico consiguió armonizar un grupo de personas en camaradería ejemplar: era una convivencia limpia del espíritu preferencial de los unos sobre los otros. Allí todos actuábamos con alegría en la comisión que se nos asignaba, y tan pronto interpretabas un primer papel, como en otra obra salías a colocar unas sillas y nada más. Éste espíritu de convivencia entre personas de distintas familias y creencias diferentes, no lo he vuelto a conocer en mis ya muchos años de vida. Estoy seguro que Federico, en estos años que estuvo llevando la dirección de La Barraca, fue feliz y agregó con ello a su talento como poeta y autor teatral, un entrañable recuerdo que todos compartimos. Fue auxiliado en la dirección de La Barraca, como segundo director, por Eduardo Ugarte que ponía el punto de serenidad en los momentos difíciles.
La guerra civil española
Otros escritos
Terminada la guerra civil en España, fueron muchas las iglesias en las que fue necesario reponer las imágenes destruidas, algunas de ellas de gran valor artístico.
Mi padre fue, en muchas ocasiones, requerido para tallar imágenes y estoy seguro de que uno de los encargos que realizó con más amor fue el que le hizo su pueblo natal, Santisteban del Puerto, al que quería entrañablemente, encomendándole la talla del Cristo del Perdón que pasó a ser el patrón de la paz y reconciliación de todos.
Mi padre era gran admirador de la obra de Martínez Montañés, tanto que en el discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes eligió como tema “La imaginería de Martínez Montañés”.
Para mí y sin que ello pueda suponer triunfalismo familiar, la imaginería de mi padre está al mismo nivel que la de Martínez Montañés y en algunas ocasiones más alto.
Estudiando la obra de mi padre, lo que más sorprende es comprobar que la obra de imaginería alcanza el mismo nivel de excelencia que su obra de carácter civil. Y esto que digo se puede comprobar visitando la catedral de Jaén en cuyas naves se aloja su Cristo de la Buena Muerte que es sacado todas las Semanas Santas en procesión arropado por la devoción de todos y en cuanto a la obra de carácter civil ahí está en medio de la avenida de la Estación el importante monumento a la batalla de las Navas de Tolosa.
Y haciendo referencia a los desfiles de Semana Santa en Santisteban del Puerto, recuerdo un sucedido que para mí definió claramente la diferencia que existe en la escultura entre un trabajo de carácter religioso y otro de carácter civil. En la obra de carácter religioso es inadmisible la estilización de las formas y si de lo que se trata es de tallar una imagen dedicada al culto, el escultor ha de volcar toda su sensibilidad en lograr una expresión en el rostro que refleje la divinidad que representa.
Me había encargado la cofradía de Nuestro Padre Jesús en su caída con la cruz a cuestas su imagen y lo había hecho con el tiempo un poco justo, tiempo que yo aproveché hasta la última hora y era, por esto, que estaba yo dentro de la iglesia dando los últimos retoques a la figura, cuando oí que se daba la orden de iniciar el desfile procesional. Salí apresuradamente con la intención de comprobar si me haría bien la imagen, desde un punto de vista profesional, y me encontré la plaza que hay delante de la iglesia llena a rebosar, quedando solo despejado el espacio por donde tenía que pasar la procesión, lo crucé y me dirigí a dos viejecitas que estaban en primera fila, enfrente de la iglesia, y les rogué que me dejaran un hueco, lo que hicieron amablemente con la mirada fija en el Cristo que ya salía de la penumbra de la iglesia a la claridad de la calle. A mí me hizo bien, dando por bueno el esfuerzo realizado. De estas reflexiones de carácter profesional me sacaron los comentarios de las viejecitas ante la expresión de sufrimiento resignado del Cristo, lamentando la crueldad de quienes le hacían sufrir de ese modo, y oía a más personas dirigirse a la imagen en un tono entrañable y me vi de pronto con un varal en la mano, que un cofrade me entregó, para ir delante del desfile procesional como invitado de honor y como autor de la imagen y con la sensación de que algo que consideraba mío me había sido arrebatado por la devoción de las gentes.
Detrás de la imagen del Cristo, tallado por mí, camina una Virgen, con su carroza bellamente adornada y bajo un palio que oscila suavemente, esta imagen, bellísima, había sido tallada por mi padre años atrás. Otro día, en la misma celebración, es el Cristo tallado por mi padre, el que va delante de una Virgen tallada por mí. Este caso, no conozco yo que haya sucedido en ninguna parte más que en Santisteban del Puerto, lo que caracteriza muy especialmente las procesiones de nuestro pueblo además de una organización que la prestigia.
Las procesiones de Semana Santa en Santisteban del Puerto, cobraron un auge extraordinario con la gestión entusiasta de mi hermano Luis y de Marcial Medina, con la colaboración de una serie de amigos que no regatearon esfuerzos.
Hoy tengo la satisfacción de comprobar que aquella iniciativa continúa con entusiasmo y una organización admirable. El pueblo se lo merece y sus preciosas calles valen la pena de ser convertidas, por unas horas, en sagrario de la devoción de todos los santistebeños.
Desde muy niño, siento la vocación de la escultura y vivo inmerso en ese mundo toda mi vida, la música, por los que me rodean, es el contrapunto que complementa mis vivencias más entrañables.
La escultura en el más amplio sentido de la palabra es un arte que incluye la cooperación de muchos oficios complementarios y aunque pueda argumentarse que no son precisos sus conocimientos para ser un buen escultor, el dominio de ellos enriquece sin duda tus posibilidades técnicas que en muchas ocasiones condicionan la concepción de la obra.
Yo conozco estos oficios complementarios porque desde muy joven los aprendí en la práctica trabajando en el estudio de mi padre.
La escultura es un arte muy duro de realizar, requiere, generalmente, mucho esfuerzo físico y es incómodo, a veces pienso que ésta es la razón fundamental que condiciona la escasez de escultores frente a la abundancia de pintores más que por falta de vocaciones, pues en los niños se suele manifestar en igual medida la una que la otra.
Mi escultura evoluciona por comprensión de las nuevas corrientes y no por mimetismo, a mi nuevo modo de hacer incorporo aquellas sugerencias que son afines a mi sensibilidad y a la libre intuición de mis impulsos. Entiendo que el logro trascendente de este movimiento renovador en los modos de crear de nuestro tiempo es sobre todas las cosas el haber fortalecido la conciencia del artista en su libertad creadora. Quizá resulte por ello pueril romper los moldes clásicos y pretender implantar los modernos.
Es interesante la experiencia que yo he tenido asistiendo a los cursos de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, cursos que patrocina radio Nacional de España y dirige D. José Camón Aznar. Allí se produce el hecho de poder contrastar puntos de vista con gentes todas ellas adscritas al mundo del arte plástico y musical con las que difícilmente a lo largo de una vida podrías haber tenido la oportunidad de dialogar directamente por residir en puntos muy distantes al propio. En estas reuniones se han aclarado muchos puntos confusos del momento presente de nuestras artes plásticas.
La palabra escultura ha ampliado su acepción de tal modo que se incluye en ella la referencia a todo lo que sea corpóreo sin discriminación de ninguna clase. Todos los actos humanos están caracterizados por una escala de valores que los cualifica, la obra escultórica no puede eludir esta ley natural. Habría por lo tanto que restablecer un orden de valores que de algún modo sirviese de orientación a las gentes no profesionales y que se sienten atraídas por la obra de arte.
Explicar esto es muy difícil para mí, quizás porque las palabras en este caso necesitan mucho del gesto y la inflexión de voz, sobre todo es difícil generalmente para el artista que suele definirse con su propia obra y explicarlo todo con ella.
A mí me gusta la intimidad en mi trabajo, me asustan las relaciones públicas y me horroriza la exhibición bullanguera de algunos artistas que siendo buenos con su obra no les basta o no tienen conciencia de ello y necesitan la publicidad casi circense que les afirma la personalidad.
Mi escultura la definiría en superficies y planos que suben con ansia de infinitud, como paredones labrados por la intemperie, trato de relacionar los planos y los volúmenes de modo que todo se dispare a las alturas con un dinamismo estable muy agarrado al terreno que pisa muy gravitante a la vez. Busco para ello formas que me son familiares y con esas formas, soñándolas, agregándoles o quitándoles, formo un mundo expresivo, a veces, haciendo uso de mi libre albedrío, imagino superficies tersas, estiradas como piel de tambor, que pulo hasta que me harto.
Queridos Luis y Anita: Siempre que enfilo la cuesta dejando atrás la rebotica y la plaza para alcanzar la carretera, de vuelta ya, siento pena y nostalgia de tiempos pasados. Veo el mercado al pasar y el olor a churros me recuerda la manzanilla con anís ¡gloriosa invención! que con porras resulta, milagrosamente, el desayuno ideal para estómagos delicados. Aun retraso la marcha al pasar por el jardín y le echo una mirada al monumento y trato de ver el ciervo. Modesto, esta vez, quería comprar tabaco pero el estanco estaba cerrado por lo que no había pretexto para retrasar más la marcha. Perezosamente el coche bajó la última cuesta dejando a la izquierda las ruinas ya históricas del monumento a José Antonio y un poco más ligeros pasamos al lado del gran árbol, el que nos ha visto nacer a todos y morir a muchos. Si fuese posible yo incluiría este árbol en el escudo del pueblo, siempre que voy a Santisteban y me voy aproximando me asalta el temor de que no esté allí. Porque no se fijó en él el famoso alcalde que persiguió a los perros y a los árboles, si no lo liquida para hacer pandán con el entorno. Arriba ya se quedó Santisteban con tantos y tantos recuerdos tan vivos como el gritar de los vencejos girando alocadamente alrededor de la torre y ese sol dorado que se recuesta en la Guaria cuando el día se va acabando. Y el torraero a la hora de la siesta ¡torraos repasaos..! como lo oigo; recuerdo que sin poder comprar por temor a la vara del abuelo, que dormido y con el pañuelo por la cara no bajaba la guardia. No sé bien por qué los recuerdos que tengo del pueblo se enriquecen y se avivan cada día más y en cambio de Madrid cada vez recuerdo menos cosas. Aun nos acompañó el paisaje un buen rato y al pasar por Las Navas discutimos Modesto y yo sobre si fue más aquí o más allá donde cogimos, al vuelo, la camioneta que nos devolviera a la madre patria, después de aquel partido memorable en el que ganamos por tres a dos y eso que la guardia civil les ayudó a ellos lo que pudo.
Y hasta aquí los recuerdos de la infancia, más allá los del momento presente, siempre admirado de la labor realizada con la altura y el nivel máximo que se puede desear, hecho que tenía admirado a Julio Trenas y del que me volvió a hablar cuando me llamó para advertirme que había salido el artículo hablando sobre mi padre en el pueblo. Me decía que estas cosas solo eran posibles cuando, providencialmente, se producía el raro fenómeno de coincidir un grupo de mentes cultas e inteligentes y en el más alto grado, al servicio de un fin cultural transcendente. Estas fueron sus palabras que todos hacemos nuestras, porque así lo hemos entendido desde el principio, porque desde el principio todo cuanto se ha hecho ha tenido este nivel excepcional. Cuenta esto que te digo en la reunión de la rebotica, porque escribir a cada uno diciéndoselo por separado resultaría oficioso y por nuestra parte, y hablo en nombre de todos, no puede existir oficiosidad sino agradecimiento profundo e imperecedero.
Recuerdo que siempre que llegaba el momento en que mi padre tuviera que entregar una obra se creaba un conflicto familiar porque se resistía a ello alegando mil pretextos queriéndonos demostrar que aun quedaba mucho por hacer en ella y que era pena darle “golletazo”. Este término taurino lo usaba siempre para impresionarnos pero en la familia se entendía de escultura y se sabía que la obra estaba terminada hacía ya muchos días.
Nunca condicionó su trabajo al éxito económico, cuestión esta que le amargaba la vida cuando forzosamente tenía que tratar asuntos de dinero. Cuantas veces presencié en su estudio estos sufrimientos cuando llegaba una comisión a encargarle un trabajo, cómo se iba entusiasmando con la idea que le proponían viendo enseguida las posibilidades que aquella encerraba y como se quedaba perplejo cuando le pedían el posible importe del trabajo que desde luego en aquel momento era incapaz de calcular, decía “se les mandará un presupuesto lo antes posible”, era la salida, y Dios quiso que su segunda mujer además de ser una gran artista estuviera dotada para calcular gasto de materiales, mano de obra y beneficios, partida esta última que de buena gana él siempre hubiera regalado. También quiso Dios que no le faltase el trabajo, siempre tuvo mucho y en las grandes apreturas y en la lucha inexorable con las fechas de entrega yo estaba con él en el estudio, lo recuerdo en el que tenía en Felipe V, muy pequeño pero al lado de su casa y esto le compensaba. Aprendí con él a sufrir con paciencia la dificultad de una profesión trabajosa y muy ingrata porque todo ha de realizarse con trabajo físico y con peligro, en muchas ocasiones manejar las gubias puede ser peligroso y trabajar la piedra también lo es.
Me decía, que en contra del creer de las gentes, el barro era lo más arriesgado porque si bien aparentaba docilidad, en cambio certificaba la capacidad creadora del que lo manejaba y hasta donde era capaz de llegar en su propósito, porque dada su docilidad no cabía la disculpa del material que se resiste por su dureza o cualidad astillosa.
En los años de posguerra no había posibilidad de adquirir buenas herramientas, ni había como ahora, maquinas auxiliares que te aliviasen el esfuerzo y ello hacía más rudo el trabajo.
Amante de su tierra natal era frecuente que mientras trabajaba me hablase de Santisteban del Puerto, su pueblo natal y al que recordaba siempre de manera entrañable. En el recordar de su tierra, frecuentemente, la charla se interrumpía y se producía un silencio que yo respetaba y que podía durar horas, había encontrado el camino que le llevaba a conseguir el propósito buscado, el matiz en la expresión de un rostro o la armonización de unos volúmenes.
Yo veo en su obra una auténtica revolución en la plástica de su tiempo que llevó a cabo sin estridencias publicitarias en la intimidad de su estudio, fuera de grupos intelectualizados y teorizantes. . Nunca buscó el éxito en las relaciones públicas, tampoco le oí teorizar en este sentido. Realizó su obra con un criterio selectivo intuitivo que le llevaba a dar a los volúmenes una rotundidad con una simplificación en las formas sorprendente para la época y más aún en él que había sido discípulo predilecto de Mariano Benlliure cuya característica esencial era todo lo contrario. Me decía que la escultura para él debía de tender siempre a la rotundidad de la forma eliminando salientes de su conjunto que pudiesen distraer su contemplación y me ponía como ejemplo el de la escultura bien lograda que pudiera rodar por una pendiente sin que se rompiese ningún pico. El San Juan de Dios y los guerreros del Monumento a las Batallas son un ejemplo evidente de esto que fue la tónica dominante de toda su obra.
Fue hombre de buena fe, no recuerdo que tuviese enemigos y los que alguna animosidad le tuvieron cuando le trataron lo estimaron entrañablemente.
En el estudio mientras trabajaba hablaba con sus herramientas, a veces interrumpía su trabajo para buscar aquella sin la cual pensaba que no podía seguir. Tenía una espléndida colección de gubias que él estimaba entrañablemente y que en los tiempos a que ahora me refiero era materialmente imposible de conseguir en el mercado, pues con aquellas gubias pasó uno de los trances más amargos de su vida, su buena fe hizo que acogiese como auxiliar para tener el estudio en orden al hijo de unos sirvientes a los que estimaba mucho la familia y la primera limpieza que hizo el muchacho fue la de las gubias que vendió en el rastro por poco dinero. Mi padre era más bien tímido, poco emprendedor, pero en esta ocasión se pasó semanas yendo al rastro rebuscando en todos los puestos hasta que consiguió reunir todas sus gubias. Nos tenía asombrados por su tenacidad y por el éxito obtenido en una situación que propios y extraños considerábamos imposible.
La escultura tiene una servidumbre insalvable y es la colaboración ineludible de una serie de oficios auxiliares como son el del vaciador, el sacador de puntos y fundidor, sin los cuales resulta casi imposible realizar una labor importante. Mi padre quiso que yo dominase además estos oficios porque consideraba que era necesario conocerlos para supervisar la labor de estos operarios especializados, cosa que el realizaba siempre con el mayor celo. . El me decía que retocar las ceras en el proceso de fundición era fundamental, porque en la obra deteriorada en todo el proceso de moldaje que forzosamente tenía que sufrir se estaba a tiempo de recuperar calidades perdidas y se estaba a tiempo de rectificar deformaciones que ya en el bronce eran poco menos que imposible de conseguir. Igualmente me instruyó respecto al terminado en la piedra y la madera advirtiéndome siempre sobre lo improcedente de dejar la terminación de la obra en manos de los sacadores de puntos, operarios muy expertos y en muchos casos hasta escultores en potencia que a lo largo de sus vidas y en bastantes ocasiones sobresalieron y destacaron con luz propia como escultores importantes. Pero no obstante, el terminado de la obra por las mismas manos que la concibieron le devuelve las calidades y matices que pudiera haber perdido en tan trabajoso proceso como es el paso a la materia definitiva.
Cuando se hablaba del mérito de una obra que había sido tallada directamente en la piedra o en la madera recuerdo que me decía que si lo hecho reunía valores y calidades estimables era esto lo que había que admirar y no el hecho de haber sido tallado directamente porque esto solo suponía habilidad y oficio que nada tiene que ver con la sensibilidad y el talento artístico.
El paso de la obra a la materia definitiva caracteriza la profesión del escultor. Es una batalla en ciernes siempre que se coloca el barro de una obra. Según él la obra pasa por tres etapas; cuando se concibe, que viene a ser el nacimiento, cuando se pasa a la escayola, que se asemeja mucho a la muerte porque la escayola es un material de calidad negativo, y la resurrección al pasar a la materia noble, bronce, piedra o madera.
Este proceso de lucha para llevar la obra a la materia definitiva imprime carácter en el escultor y en muchas ocasiones se ha descrito al escultor como hombre rudo y poco refinado. Desde luego es bueno tener salud en esta profesión porque la violencia y el esfuerzo físico te lo exige la obra constantemente. El estudio de escultor no admite los refinamientos de salón. El polvo, los restos de madera y si se talla piedra los trozos de ella por todas partes y es cierto que la mano del escultor puede resultar áspera, el mazo, la gubia y el cincel la hacen callosa y las uñas las suele llevar rapadas más bien para poderlas cepillar más fácilmente.
En alguna ocasión y ante la adversidad del deterioro de alguna obra que en su camino a la materia definitiva sufría algún quebranto serio le oí murmurar con desaliento cuanto se habría ahorrado de sufrir si no se hubiese muerto Madrazo cuando vino jovencillo a Madrid con el propósito de ser pintor recomendado como discípulo suyo. Desde luego el pintor sufre menos. El escultor ha de ser inasequible al desaliento y si no lo es cambiará los trastes más tarde o más temprano. De él aprendí el coraje de vencer las dificultades.
¿Qué dice la prensa?, le preguntaba al verlo con el periódico, muy atento, y me contestaba, “no sé, no lo he leído todavía, estoy buscando caminitos”. Los caminitos venían a ser una especie de crucigrama que él se había inventado y que consistía en unir los espacios en blanco que quedaban entre los renglones del texto. “Mira este”, me decía, “desde aquí arriba casi llega hasta abajo del todo.
Logró los máximos galardones y llegó a ser elegido académico de número de la de Bellas Artes. Me consta que no movió un dedo para lograr ese puesto. Más bien le molestaba el ceremonial académico al que siempre acudió sin demasiado entusiasmo, todos los lunes tenía que asistir a las reuniones que allí eran preceptivas y de una de ellas se volvió una vez con los pantalones remangados por los bajos y al preguntarle por qué los llevaba así se quedó de una pieza , había asistido a la sesión académica con los bajos del pantalón remangados porque al pasar por el estudio quiso ver como marchaba la operación del vaciado de una figura y por no mancharse de escayola se dio un par de vueltas a los bajos que con la precipitación de llegar a tiempo olvidó desdoblar. Le pasaban muchas cosas parecidas porque solía tener el pensamiento puesto en su trabajo y ausente de vanidad solía bajar la guardia en las apariencias.
Amaba apasionadamente la música y aunque gozaba con todos los clásicos, Bach era el que más emoción le producía. En ocasiones, trabajando, susurraba pasajes de sus obras que él conocía íntegramente. El no cantaba habitualmente cuando trabajaba y si lo hacía en muy contadas ocasiones como para sí mismo. Yo, en cambio, dada mi juventud y porque mi trabajo era auxiliar y no precisaba de concentración ninguna cantaba a grito pelado con lo que enardecía la fuerza de mi brazo desbastando el bloque de madera y un día me dijo; “cuida hijo de no cantar tan desaforadamente que pudieran pensar que lo que estás haciendo puede ser como el coser y cantar, que se dice para las cosas fáciles”. Lo tuve en cuenta.
Se conservan de él muchas figuras pequeñas que él llamó bocetos pero en realidad son obras definitivas porque no solo esta idea está concretada y resuelta en sus últimos extremos por lo que se puede, con toda seguridad, proceder directamente a la ampliación sin el temor de tener que rectificar nada en el tamaño definitivo. Su mujer tenía que luchar con la falta de sentido práctico que le caracterizó siempre, así el boceto llegaba a ser obra definitiva, empleando en él el tiempo que su capacidad de superación le pedía sin pensar en si aquel trabajo le era rentable o no.
Amó la vida sencilla y familiar y sin grandes ambiciones materiales, las tuvo muy grandes en lo que se refirió a su profesión. Yo no he tenido otro maestro ni lo hubiera hallado mejor, todos los secretos técnicos y de taller me los dio a manos llenas, como así hizo siempre con los discípulos que tuvo; en esto fue siempre generoso y aún hoy en que mi concepto de la escultura ha evolucionado en un sentido acorde con las corrientes de nuestro tiempo, sus enseñanzas me son válidas porque tuvo el gran talento de no interferir la inclinación espontanea del alumno porque él decía que el encanto del mundo artístico residía sobre todas las cosas en la diversidad en el modo de expresión de cada cual, por eso en los últimos años de su vida presenció sin asombro ninguno el movimiento renovador y experimental en las bellas artes, distinguiendo con mucha claridad lo que había en él de autentico y positivo y lo que solo era violencia ocasional e intrascendente.
Para mí, el haber ordenado el camino de mi vida, igual que él, en el mundo de la escultura, me ha permitido mantener más vivo su recuerdo, cada día se me hace presente en la herramienta que manejo, en el caballete sobre el que modelo y hasta en las dificultades que esta profesión conlleva y que tantas veces compartimos.